Abrió los ojos: sentía las piernas entumecidas y los pies helados, la piel reseca, casi ajada. Sentía un dolor de cabeza punzante, casi rítmico. Y sobre todas estas cosas, sentía que habían pasado ya más de cien años.
Y el príncipe azul aún no llegaba.
Tambaleante, la bella durmiente se puso de pie. Por primera vez en un siglo –probablemente más- estiró los brazos, restregó suavemente los ojos, bostezó ciertamente hastiada. Aburrida. Tomó un cepillo y comenzó a desenredar su cabello, largo, largísimo, alisó el vestido mustio, cubierto de telarañas. Y tomó un espejo para comenzar el recuento de los daños. ¡En un siglo pasan tantas cosas!
Inmediatamente lo soltó, dejándolo caer y quebrarse. De nuevo se recostó, cruzó las manos en el pecho, cerró los ojos intentando contener las lágrimas. Intentando volver a los sueños felices, al cuento de hadas. Intentando volver al hechizo.
La bella durmiente había envejecido con el siglo
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